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Autoengaño

En ese mismo tono en que el poeta coloquial hace uso del signo erecto y soberano de su lengua y dice adiós a lo hermético con despreciable calma, me place decir que estas palabras no tienen que gustar ni a Pérez ni a Montás. Ocurre que el poema, si es poema, no le debe ni la más remota reverencia a la sapiencia, contando con que es expresión del alma. Entonces discurrir queda lejos de altares y capillas. Cada uno ejerce desde el alba la triste realidad de su jornada. Va por el pan, si quiere, o por la salsa, Recorrerá las calles nauseabundas de basura y orines bautizadas. Trabajará sin más, llenando horas con frases de La Zeta reiteradas que no tienen que ver con Alfonseca, con Morrison, Cabral ni Hernández Rueda. En el anochecer, cercano a cena por la ventana sacará su pena del monitor brillante que reclama la brillantez del genio, la proclama de original sentir, del alma en flama porque no sabe aún que esta es la suma de hacerse un hara-kiri en cada palma defendiendo el honor de las